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Lectura Recomendada

Armando de la Torre: La tragedia del Islam (II)
Fecha de Publicación: 22/02/2016
Tema: Historia
El lector interesado puede encontrar la primera parte de este ensayo en http://www.opinionpi.com/detalle_articulo.php?id=724. El trabajo está dividido en cuatro partes que serán puestas a su disposición en el curso de esta semana.

Samuel Huntington, profesor de Historia en la Universidad de Harvard, publicó en 1996 un libro con el provocativo título “The Clash of Civilitations”. Según él, a partir del derrumbe del bloque soviético, las guerras del futuro no serán como las convencionales a las que estamos habituados, es decir: tribales, étnicas, insurgentes, religiosas, nacionalistas o simplemente ideológicas, sino más bien genuinos “choques de civilizaciones completas”, es decir: enfrentamientos muy destructivos entre estadios diferentes de desarrollo, sobre todo tecnológicos y económicos en las distintas sociedades.
 
Considero tal enfoque muy original, por cierto, aunque la sustentación del mismo por su parte me pareció más de carácter periodístico que estrictamente científico.
 
Sin embargo, creo que al sangriento escenario en el Norte de África y en el Próximo Oriente mediterráneo podría vérsele hoy como prueba de su verdad.
 
Ya se habían dado atisbos previos de los supuestos de Huntington entre otros autores serios, más eruditos y conocidos, como Oswald Spengler, y su “Decadencia de Occidente”, hacia 1918; o el más elaborado de Arnold Toynbee, en doce volúmenes, editados entre 1933 y 1961, “Una minuciosa búsqueda en la historia desde los tiempos más remotos a los de hoy”, de los que D. C. Somervell hizo un popular compendio, en dos tomos, en 1975. Más cerca de nuestros días, Gilles Kepel ha publicado su “The Jihad, The Trail of Political Islam”, aunque más bien centrado en la experiencia chií, desde la revolución del ayatola Khomeini (1979) contra el Shah de Persia. En cambio, esa misma jihad, que hoy ilumina los cintillos de los diarios, responde más bien a la versión suní de la misma.
 
Pero creo que esa tragedia del Islam que nos es contemporánea responde mejor al análisis como ya dije, algo más superficial y escandaloso, de Huntington.
 
Como conclusión de estos y otros autores, me atrevo a adentrarme en el tema del título de esta breve entrega periodística con una proposición inicial: la teología del Islam es mucho menos compleja y profunda que la del Cristianismo, aunque ambas escuelas de pensamiento hayan sido construidas sobre la misma piedra angular: el monoteísmo hebreo.
 
“Ašhādu anna lā ilāha illā [A]llâhu wa anna Muhammadan rasūlu l-lâh”, “doy fe de que no hay más divinidad que Dios y de que Mahoma es su mensajero (o profeta)”, como reza el primer mandamiento del dogma islámico y que han de repetir los seguidores del Profeta cinco veces al día.
 
Por lo tanto, entre los musulmanes no cuenta para nada el misterio de la “Trinidad”, o el de la “Encarnación del Verbo”, ni el de la “Pasión y la Resurrección”, que tan difíciles le resultan a nuestra mera compresión natural. Tampoco pesa sobre ellos la adicional carga moral de los diez mandamientos, de acuerdo con los cuales se escudriña lo más íntimo y secreto de nuestras conciencias individuales, y de los que derivan desafíos reiterados y humillantes.
 
Incluso también la propagación visible de la fe cristiana ocurrió de manera muy diferentemente de la del Islam: la primera muchísimo más cuesta arriba y heroica, y por un tiempo más sostenido; la segunda, rauda y veloz, sobre sabanas inmensas de arena y sol, a lomo de caballo y a filo de alfanje. Pues, en realidad, seguir a Cristo significa tomar su Cruz, incluida en algunos casos, la renuncia absoluta a todo lo terrenal: propiedades, honores, familia y aun la vida misma, según las dos etapas discernidas por Tertuliano “sangre de mártires, semilla de cristianos”.
 
El Islam, por el contrario, se impuso mayormente por la fuerza en los territorios conquistados por las tribus árabes, previamente unificadas por el mismo Mahoma que con celeridad y precisión militares avanzaron hacia el Nor Oriente y hacia el Nor Occidente de la Península Arábiga.
 
También hay que recordar que, al menos para los musulmanes, el Islam es una de las tres religiones abrameicas (del tronco hereditario de Abraham), igual que el Judaísmo y el Cristianismo. Herencia históricamente en extremo irritante, como lo ratifica por enésima vez el actual terrorismo islámico, tanto el sectario contra sí mismos como el hostil a las poblaciones cristianas.
 
Lo que tampoco entraña que judíos y cristianos hayan estado exentos de esa misma mancha. En nuestros días hemos sido testigos de los horrores totalitarios por parte de comunistas o de nazis que alguna vez habían sido circuncisos o bautizados, como lo fueron nuestros bisabuelos con la crueldad medieval de la Santa Inquisición. El Levítico (Levíticos 26:7), por ejemplo, libro común a judíos y cristianos, les recuerda a los mismos: “perseguid, y matad a vuestros enemigos”. Extremo que incluso llevó a un hereje del cristianismo del siglo II, de nombre Marción a postular la hipótesis desconcertante de que el Dios justiciero del Antiguo Testamento no se identifica con el Dios amoroso del Nuevo.
 
Pero esos errores de nuestros antepasados –o sea, tanto de judíos como de cristianos–, han sido y son reconocidos y confesados por nosotros sus descendientes aunque en ocasiones tan solo haya sido de labios afuera. Esto rarísimas veces lo hemos visto entre los piadosos del Islam. En tales casos, entre, para ellos siempre sospechosos de herejía, como lo evidenció recientemente el triste caso de “Los Versos Satánicos” de Salman Rushdie.
 
Y todo ello en el nombre de aquel hombre, tan solo hombre, que se llamó Mahoma, y cuyo libro sagrado El Corán, se anuncia desde sus primeras líneas como portavoz del “Dios Compasivo y Misericordioso…Señor del universo, Dueño del día del juicio…”.
 
En el decurso de los siglos, Israel tuvo su David; el Cristianismo su San Luis, rey de Francia, y el Islam su Saladino, caballeros todos nobles e intrépidos, igualmente al servicio incondicional de un ideal espléndido.
 
Pero hay otro rasgo mucho más de bulto, que además nos diferencia: esa magnífica tradición de beneficencia colectiva, sobre todo dentro de la denominación católica romana, de quienes se pueden enorgullecer legítimamente de ser los pioneros y multiplicadores de obras de beneficencia sin fronteras, en el espíritu de las bienaventuranzas. El Islam apenas cuenta con una tradición parecida, a pesar de que uno de los cinco mandamientos de su credo les dicte la bondad intrínseca de dar limosnas al necesitado.
 
Un reflejo secular y contemporáneo de lo mismo lo constituyen los muchos refugiados islámicos que precisamente por estos días se encaminan muy trabajosamente hacia Europa o América, pero no hacia los ricos en petrodólares Emiratos islámicos del Golfo Pérsico. También la Cruz Roja antecedió a la Media Luna.
 
Las comparaciones suelen ser odiosas, pero son inevitables para quien honesta y valientemente quiere enfrentar la realidad de todo escenario humano. Los hechos de unos y otros ilustran como ningún otro testimonio la verdad contrastante de sistemas erigidos presuntamente sobre escalas de valores. En esa contraposición de la que hoy somos fáciles testigos a través de los medios masivos de comunicación, podemos apoyar los imprescindibles juicios de valor sobre cada fenómeno que ocurre en nuestro planeta azul.
 
(Continuará)