Lectura Recomendada
Un experimento infernal
Fecha de Publicación: 18/11/2015
Tema: Justicia
La justicia ginebrina quiere encarcelar de por vida a Erwin Sperisen, porque se dice que habría participado en ejecuciones en Guatemala. Pero el expediente está lleno de inconsistencias. Lo que está claro es que la presión política para condenar a Sperisen, a pesar de incontables contradicciones, era abrumadora.

La llamada del Ministerio de Gobernación llegó de forma totalmente inesperada para Alejandro Giammattei. Fue a finales de octubre de 2005. Giammattei sabía que podría estar relacionada a la fuga de diecinueve delincuentes de la prisión de alta seguridad “El Infiernito”. El escándalo había obligado el actuar del Ministro del Interior, Carlos Vielman. No obstante, al Doctor Giammattei, lo sorprendió el hecho de que Vielman quisiera darle inmediatamente el cargo del más alto jefe de presidios de Guatemala. El objetó diciendo que no tenía idea alguna del sistema penitenciario. A lo que el ministro respondió que eso, exactamente, era lo que se necesitaba, alguien que viniera de afuera para sacudir un sistema completamente corrupto. Giammattei solicitó una semana de plazo para reflexionar.
Todos sus amigos y familiares le aconsejaron seriamente no aceptar. El sistema penitenciario en Guatemala se encontraba en un estado deplorable. Se le advirtió que poner el sistema en orden sería una tarea sobrehumana en la cual un hombre decente sólo podría salir dañado. Antes de tomar una decisión, Giammattei quiso ver por dentro las cuatro cárceles más importantes. Vielman cumplió este deseo. Lo que Giammattei vivió y experimentó en su recorrido de exploración sobrepasó los peores temores y se puede leer en un libro* que escribió posteriormente. Cadáveres del crack, prostitución, armas, violencia y agresiones sexuales formaban parte del día a día en las prisiones. Desde tiempo atrás el personal de presidios se había resignado y ni siquiera trataba de hacer algo para evitarlo.
En la Granja Modelo de Rehabilitación Penal de Pavón las condiciones eran especialmente extremas. El médico descubrió un sistema que recordaba la esclavitud. La cárcel se encontraba bajo el control de bandas de delincuentes. El que quería dormir en una cama tenía que pagar y el que no podía pagar debía estar al servicio de los matones. Los nuevos presos eran subastados a los capos del correccional. Quien no obedecía podía contar con castigos brutales e incluso la muerte.
Pavón fue construido en 1970 como una penitenciaria modelo con granjas y talleres. A través del Comité de Orden y Disciplina (COD), los reclusos tenían cierta autonomía. Pero desde hacía mucho que el COD ya había tomado el control de la cárcel, desterrando a los guardias del área. El cerrojo que daba acceso al recinto no estaba cerrado por fuera sino por adentro. El personal de presidios estaba de facto al servicio de los barones de la droga, quienes les pagaban “salarios” más altos que el Estado.
Así, el modelo participativo se convirtió en un experimento infernal sin igual. Giammattei comprobó que este régimen carcelario, estrictamente jerarquizado, funcionaba de forma muy ordenada. Incluso existía una oficina de registro. Quien podía pagarlo, vivía en su propio chalet con todo lo que corresponde: jacuzzi, teléfonos a prueba de escuchas, personal de servicio y guardaespaldas. También estaban bien organizadas las fábricas de falsificación, los laboratorios de droga y los talleres en los que se reconstruían carros robados. Bandas de secuestradores, de drogas y de ladrones operaban sin castigo desde Pavón. Hubo casos de secuestrados que fueron escondidos allí. La policía encontró indicios de que incluso se producían videos infantiles porno violentos y sadistas.
En 2003 murieron dos policías en el intento de perseguir delincuentes hacia el interior de la cárcel.
“Quien entra aquí como criminal” constató Giammattei “sale como sociópata”. Más fue una observación casual la que finalmente llevó al médico a aceptar el cargo: comprobó que se hacían controles íntimos sin protección higiénica a las visitantes. La que no contraía una enfermedad venérea en los registros podía considerarse afortunada. El médico fue conmovido y aceptó. Desde el mismo día de la toma de posesión se enfrentó a su primera prueba de fuego: amotinamiento en la Cárcel de Mujeres Santa Teresa. Las reclusas pedían una relajación de las normas para las visitas masculinas. Gracias a una intervención personal en el lugar, Giammattei logró, de forma pacífica, poner fin al levantamiento.
El fatalismo en el aparato administrativo era ensordecedor. En un primer paso, Giammattei trató de cambiar al equipo de dirección. Una empresa sin esperanza, ya que les ofreció cargos clave a 58 amigos y personas de su confianza, todos le desearon mucho éxito pero ninguno aceptó. Giammattei animó al Procurador de los Derechos Humanos, Sergio Morales, a abrir una filial en Pavón. Morales lo rechazó rotundamente. Evidentemente el interés del Procurador de los Derechos Humanos, muy hábil en los medios de comunicación, era limitado cuando se trataba de víctimas anónimas de los diarios hechos de violencia. Morales se convertiría después en su peor oponente. Una meta importante era el registro electrónico de los presos. Nadie sabía con exactitud cuántos eran. Evidentemente había presos que desde tiempo atrás habían cumplido su condena y cuyas fichas habían sido extraviadas. Giammattei se propuso lograr a mediano plazo que el estado recuperara el control de las cárceles.
El estreno debería ser en Pavón con sus 1800 reclusos. Y como esto era una operación militar, Giammattei encomendó la planificación a un hombre del servicio de inteligencia militar: Luis Linares Pérez. El agente del servicio secreto recibió además la orden de infiltrar informantes en Pavón y hacer una lista de los cabecillas más importantes, a quienes se deseaba distribuir en otras cárceles. Luego se aseguraría que en realidad era una lista de condenados a muerte.
El 18 de julio de 2006 se agudiza la situación en Pavón. Luis Zepeda, el rey no coronado del presido, puso un ultimátum: 57 presos que aparentemente traían muy pocas ganancias, debían abandonar inmediatamente la cárcel, de lo contrario no garantizaba nada. Dicho sin rodeos, los hombres serían asesinados. Giammattei no se dejó extorsionar. El 11 de septiembre es asesinado José Hernández, el primero de los presos repudiados. El tiempo apremia.
El momento de actuar llega el 25 de septiembre de 2006: 2,500 fuerzas operativas, entre ejército, policía, comandos especiales y personal de presidios, rodean el amplio recinto siguiendo el plan de Linares Pérez. A las 5 horas, los reclusos son llamados, a través de altoparlantes, a abandonar el edificio y a reunirse en los campos deportivos. Al lado del Jefe de Policía Erwin Sperisen, Alejandro Giammattei da seguimiento a la operación desde el cuarto de mando que se encuentra en la entrada principal del lado norte. A las seis horas se corta el suministro de energía eléctrica. Media hora después empieza el asalto a Pavón. En la parte sur del vasto perímetro las tropas abren, desde dos flancos, dos brechas en las cercas. Junto al chalet del barón de la droga colombiano, Jorge Batres, se produce alrededor de las 7 horas una salvaje balacera que dura cerca de 20 minutos. En ese momento Sperisen se encuentra con sus hombres en la entrada principal de la puerta del lado opuesto, al lado norte. No fue sino hasta las 7:40 horas que él se dirigió a la parte sur, como lo constatan grabaciones de video. Él se entera, a más tardar en este momento, que hay siete presos baleados en el chalet de Batres. El mismo barón de la droga así como el rey de la cárcel, Luis Zepeda, se encuentran entre los fallecidos.
Hacia las 8 horas el Ministro del Interior Vielman, ingresa al recinto. En su comitiva hay varios periodistas y fiscales. Cerca de las 11 horas las autoridades involucradas informan en una conferencia de prensa acerca de la “Acción Pavo Real.” Los medios guatemaltecos celebran la redada de forma unísona como un éxito, aunque pronto surge la sospecha de que por lo menos algunos de los siete muertos podrían haber sido ejecutados.
Algunos indicios llevan a pensar esto. Ni un solo policía fue herido durante la balacera, en cambio los siete presos murieron de forma inmediata. Si confiamos en la rudimentaria y descuidada protección de evidencia realizada por la fiscalía, muchas heridas de bala de los cadáveres no coinciden con una balacera. En dos de los cuerpos se encuentran evidencias de marcas en las muñecas que podrían apuntar a que fueron maniatados. El nombre de varios de los fallecidos se encontraría en la lista de los presos más influyentes que habría sido elaborada por Linares Pérez. Sin embargo esto no se puede demostrar, la existencia de la dudosa lista nunca fue comprobada.
Según lo prueban grabaciones de video, el Jefe de Policía Sperisen no estaba en el lugar de la balacera; sí lo estaba su suplente, Javier Figueroa. Los cuadros muestran además que comandos especiales encapuchados y sin insignias de rango llevaron a cabo el asalto del chalet de Batres. Se trataría de los así llamados “Riveritas” una unidad especial llamada así debido a su jefe, Víctor Rivera, quien estaba directamente subordinado al Ministro del Interior. Desgraciadamente, Rivera ya no puede decir nada al respecto; fue asesinado en 2008. Las declaraciones de otros miembros del comando no fueron nunca enviadas a Ginebra, a pesar de haber sido solicitadas.
Supuestamente la Acción Pavo Real era totalmente secreta, pero un día antes fue comunicada por un diario de forma detallada. Los reclusos sabían entonces lo que les esperaba. El asalto a Pavón fue seguido por gran número de periodistas. Siendo observados por cientos de testigos, era realmente difícil ejecutar inadvertidamente a siete personas. Sin embargo es posible que los Riveritas hayan aprovechado el caos de la balacera alrededor del chalet de Batres para realizar ejecuciones selectivas. Si partimos de esta hipótesis, nos enfrentamos a una pregunta aún más complicada: ¿Quién dio la orden? Todo es posible y nada es comprobable; pudo haber sido desde bandas rivales, pasando por el servicio secreto y los militares, hasta el gobierno.
Después del cambio de gobierno de 2008, cuando la Comisión Internacional CICIG y el ya mencionado Procurador de los Derechos Humanos, Sergio Morales, tomaron la investigación concentrándose en los responsables políticos: el Ministro del Interior Vielman, el Jefe de Presidios Giammattei, el Jefe de Policía Sperisen y su suplente Figueroa. Los fiscales involucrados, los comandos especiales y los militares no fueron afectados. En una lucha de poder, la CICIG y Morales querían dar una señal política. Pero la justicia y la política no son compatibles.
Una responsabilidad política no justifica una culpabilidad penal. El libro de Giammattei ilustra de forma impresionante la impotencia de los funcionarios políticos. El galeno fue declarado inocente en Guatemala en 2012, después de un año de prisión preventiva, igual que varios policías. En 2013, Figueroa, por cierto también médico, fue absuelto en Austria. El proceso contra el Ministro de Interior Vielman, está suspendido en España. Al final el único afectado fue el Jefe de Policía Sperisen. El juzgado de apelaciones de Ginebra lo condenó en mayo pasado a cadena perpetua por homicidio múltiple (Welwoche Nr.43/2015 – “La Confusión de Ginebra”).
Erwin Sperisen nunca descartó que en el asalto a Pavón haya podido haber ejecuciones. Él solamente niega haber tenido algo que ver en ellas. La intervención policiaca fue planeada y dirigida por el comandante a cargo; como jefe político de la policía, Sperisen no tenía influencia directa sobre la operación. Su entrada marcial –Sperisen se dejó fotografiar uniformado y fuertemente armado– fue puramente cosmética. Con esto deseaba mandar una señal política: una declaración de guerra simbólica al crimen organizado. No se involucró en la investigación de las muertes sencillamente porque le fue prohibido. Esa era tarea de la fiscalía, que estuvo desde el principio en el lugar.
Pero la acusación no era por fanfarronería, sino por asesinato múltiple. En la lejana Ginebra, las explicaciones de Sperisen se toparon con oídos sordos. “¡En el campo de batalla ordenan los jefes” gritó el fiscal Yves Bertossa en la sala de audiencias durante el juicio de apelación “y los ejecutores ejecutan!” Bajo esta premisa se puede también resumir la sentencia: Los jueces dejaron abierto lo que Sperisen habría hecho exactamente. Simplemente no se podían imaginar que los supuestos asesinatos hubieran sido planeados y ejecutados sin el conocimiento del jefe político.
La incomprensible acusación de que Sperisen habría asesinado a los reclusos con sus propias manos fue abandonada en la segunda instancia. Mientras que el tribunal penal atribuía al Jefe de Policía una participación activa en las ejecuciones, el tribunal de apelaciones le recriminaba lo contrario: la pasividad de Sperisen era una traición; ni se había interesado por los nombres de los fallecidos, ni había ordenado una investigación del caso.
Ahora, en el expediente judicial se encuentra un ramillete completo de dictámenes, tan coloridos, confusos e impenetrables como la jungla guatemalteca. Muchas declaraciones se contradicen. Ni siquiera el fiscal Yves Bertossa quiso comprometerse con una versión concreta. Cuándo y dónde, Erwin Sperisen habría dado qué órdenes a quién, no se puede deducir de las acusaciones, ni se puede entender por la sentencia. De alguna manera y en algún momento habría conspirado con Giammattei y Figueroa para dar a alguien, en algún lugar, la orden de asesinato.
Lo infame de la acusación de Bertossa es que es muy difícil defenderse de una incriminación que no se conoce con exactitud. Los abogados defensores, Florian Baier y Giorgio Campá lo defendieron contra viento y marea y pusieron sobre la mesa una inconsistencia tras otra. Sin embargo, de la gigantesca montaña de informes y dictámenes enviados por la lejana Guatemala y cuya credibilidad no se puede probar, se puede construir cualquier cosa, posible e imposible. Baier y Campá encontraron indicios de que los investigadores guatemaltecos ocultaban elementos de descargo a sus colegas ginebrinos.
Lo que es seguro es que la organización internacional CICIG, quien en 2008 comenzó la investigación en el lugar, junto a fiscales guatemaltecos, estaba bajo una enorme presión de éxito. Su único objetivo “la lucha contra la impunidad,” exigía una victoria rápida, sobre todo porque el mandato de la CICIG inicialmente se limitaba a dos años. En la necesidad se sirvieron de un método usual en Estados Unidos, pero simplemente ilegal en Suiza y también en Guatemala: los tratos con testigos protegidos.
Quien delataba ante la CICIG a un superior, no solamente accedía a un generoso programa de protección de testigos, sino era también premiado con inmunidad. Con este sistema, la culpa pasa en una cascada de abajo para arriba. Para salvar la propia cabeza, cualquiera delata a su superior en jerarquía. De esta manera los investigadores ascienden del pequeño simpatizante hasta el gran jefe, que al final debe pagar por todos. Lo que podría parecer cautivador es en realidad absolutamente corrupto. El peligro de que un sospechoso encubra su propia culpa delatando a un superior, a sabiendas de una falsedad, es muy grande.
En el caso de Pavón, el peligro de acusaciones erróneas es especialmente tóxico ya que, a falta de medios de prueba confiables, se le concedió un peso desmesurado a las declaraciones de los testigos. A esto hay que añadir que cuando un policía es condenado por asesinato de un recluso, tiene una corta expectativa de vida en una cárcel guatemalteca. Es lo mismo que pasa con la tortura: el miedo a la muerte da alas a la imaginación en la misma medida que disminuye la barrera psicológica de hacer una inculpación falsa. Por eso los testimonios y acusaciones forzados o comprados valen menos que el papel sobre el cual están escritos.
Como destaca el proceso en Austria, la investigadora de la CICIG, Gisela Rivera, le ofreció al galeno y suplente de Sperisen, Javier Figuera, una generosa condonación de pena si declaraba según sus criterios. Según la revista Profil, su “confesión” ya había sido redactada por ella, pero Figueroa se negó a firmarla. En 2009 la investigadora de la CICIG, parte precipitadamente a Costa Rica, su tierra natal. Guatemala ha solicitado la captura internacional de la investigadora Rivera por patrocinio infiel, coacción y encubrimiento. Pero hacía tiempo que el proceso contra los supuestos conspiradores de Pavón estaba encarrilado, las acusaciones logradas con chantaje ya no podían anularse.
A Alejandro Giammattei también se le ofreció un trato de testigo protegido: una pena de solamente cinco años, que nunca sería llevada a cabo, a cambio de una “confesión” que involucrara al Ministro del Interior Vielman. Él la rechazó y obtuvo a cambio un año en prisión preventiva. Lamentablemente el Tribunal de Ginebra se negó a interrogar a Giammattei como testigo. Él habría dificultado la condena.
En cambio, el mencionado agente del servicio de inteligencia, Luis Linares, quien había planeado el asalto a Pavón y elaborado la dudosa lista de los prisioneros más influyentes, fue llevado especialmente a Ginebra. Linares incriminó principalmente a su contratante, Giammattei, y a Figueroa. En sus declaraciones, Sperisen aparece solamente al margen. Él mismo no quiere tener nada que ver con la conspiración, la cual descubrió posteriormente. Curiosamente, el presuntamente ignorante Linares Pérez estaba presente en la balacera frente al chalet del barón de la droga Batres. Según su versión, él solamente hizo tres disparos. Luego sus propios hombres lo habrían tirado al suelo y lo habrían desarmado.
Como descubrieron los defensores Baier y Campá de forma casual durante el proceso, la declaración de Linares Pérez también había sido comprada con un trato de protección de testigos. Él vive hoy en Canadá. A pesar de lo dudoso de la declaración del agente de inteligencia, la acusación de una conspiración criminal entre Giammattei, Figueroa y Sperisen, se fundamenta en ella. Ya que, según esta versión, Sperisen jugó un papel subordinado, la justicia ginebrina decidió sin vacilar que los médicos declarados legalmente inocentes eran culpables, de otra forma, era imposible condenar a Sperisen.
El 26 de marzo de 2015, poco antes del juicio de apelación en el caso Sperisen, el alcalde de Ginebra Sami Kanaan, honró a la organización alternativa de izquierda Trial con la Medalla de Honor (“Genève reconnaissante”) por su compromiso con la persecución del crimen político a nivel mundial. Como parte de una red internacional de ONGs, la Organización Trial había desatado el proceso contra Sperisen en Suiza y lo había impulsado con fines propagandísticos. Cuando Erwin Sperisen se presentó al estrado, su sentencia ya estaba previamente decidida. La necesidad de instituir un ejemplo era abrumadora.
*Alejandro Giammattei Falla: El caso Giammattei. Relato de una injusticia. Kindle. 468 S.,ISBN 978-9929-40-280-5.