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Lectura Recomendada

Clemente Marroquín Rojas: Fervor ciudadano (Cap. 40)
Fecha de Publicación: 17/06/2014
Tema: Historia

 Hace 69 años, una época terminaba y otra daba inicio. Se venía de la dictadura de Ubico y se entraba a una promesa de democracia que entonces causaba más entusiasmo que ahora. En los cinco meses anteriores había sucedido una revolución, se había convocado a elecciones presidenciales, un proceso electoral se había desarrollado, con comicios ganados por Juan José Arévalo con 86% de votos. El 15 de marzo de 1945 una nueva constitución estaba por ser promulgada, fecha en la que también asumían las nuevas autoridades en medio de un fervor ciudadano que nunca se repitió después. En la última parte de su libro “Crónicas de la Constituyente del 45”, Clemente Marroquín Rojas, quien fuera uno de los constituyentes, consigue transmitir el entusiasmo desbordante que prevaleció aquella mañana.

¡15 de marzo! Desde las seis de la mañana, la novena avenida sur estaba llenándose de gente. Gente de todas las clases sociales, desde la muchacha politiquera que ha soñado con Juan José, que ha admirado a Toriello, que ha visto emocionada a Jacobo Árbenz, o llena de entusiasmo a Pancho Arana; desde esta muchacha maravillosa, hasta el pelado que es alma y nervio del pueblo, todos estaban de pie, en espera de los gladiadores. ¡Lástima que el Palacio Legislativo sea tan pequeño! Dicen que Ubico pensaba construir en la plaza Colón, el suntuoso edificio para su rebaño diputadil; pero ya no lo hizo, sólo porque el exembajador Martínez de Alva le contó cómo quedó el de México, a medio hacer, a la caída de don Porfirio. ¡Y como Ubico es supersticioso…!
Y no crean los ignorantes que Ubico hizo este edificio donde ahora ruge la multitud. Este cronista era diputado allá por 1928, cuando se votó la primera suma para dicho edificio; y ya en 1930 estaba terminada la herradura, el artesonado y el Salón de los Pasos Perdidos. A Ubico le tocó terminar la fachada; pero como era su costumbre (o la costumbre de los serviles), los álbumes de la dictadura lo hicieron aparecer como unas de las grandes obras materiales, al igual que la Iglesia de los Remedios, la Escuela de Medicina y otros barrancones por el estilo. Pues bien, tanto fue el entusiasmo, que este edificio estuvo a reventar por la aglomeración de la gente; era la novedad, la franqueza, lo sincero; ya que no se trataba de la solemnidad y el estiramiento de los asistentes de la dictadura, donde todo era miedo, suspicacias, miradas de soslayo. Ahora no, ahora se hablaba y se reía, se hacía chistes de los triunviros, de Juan José, de los diputados, de las levas y de los levitas… ¡Todo era fraternidad y concordia!
La Constituyente abre su última sesión. Una sesión triste, de despedida, de “!Adiós, adiós, lucero de mis noches!” La batuta estaba en mano (mano fuerte) del “prócer” García Granados. Se dio lectura al acta de la penúltima sesión y se aprobó; luego se leyeron los últimos decretos y especialmente a aquel que da valor legal a las disposiciones del Triunvirato. Todo es aprobado sin discusión. La concurrencia está al margen de la desesperación: ha avanzado el tiempo y todos dan señales de impaciencia. García Granados suspende la sesión y entra a actuar la Legislativa. Galich ocupa la silla presidencial. Los padres de la patria leen su última acta que se aprueba; luego de los decretos de convocatoria a elecciones del 8 de diciembre, después el de la Legislativa que declara bien electo a Juan José. Acto seguido se designan las comisiones para acompañar al gobierno triunviral, para poner en manos de Arévalo la copia del decreto en que se le llama a prestar el juramento del cargo y para atender a los otros organismos del Estado, el Cuerpo Diplomático, a los extranjeros invitados, al Ejército, al Claustro Universitario, etcétera.
Y de nuevo García Granados ocupa el más alto sitial del Estado. La silla más alta está ocupada por el más chaparro de los políticos; pero sin duda alguna, el más “macanudo” y más hábil de todos los que nos rodean. En la calle se escuchan ya los acordes de la Granadera. Los espíritus se estremecen de emoción los vago-tónicos hacen “pucheros” y más de una lágrima rueda por las mejillas caldeadas por el entusiasmo. El acto evoca las grandes jornadas de la Historia Humana y el rumor de marejada se levanta de todos los rincones del atiborrado edificio; la espera es angustiosa. Ya han entrado los diplomáticos y al ser ovacionados, se nota su crescendo en el palmoteo y en los vivas, cuando el Nuncio Apostólico avanza a su sitial, con el traje de la diplomacia vaticana. Poco después los cadetes tercian las armas, luego las presentan y precedidos de los nutridos fogonazos de los fotógrafos, nacionales y extranjeros, aparece el Triunvirato: va al frente Jorge Torriello, quien, de tanto pasear con su amigo Chuchín Silva Peña, ha aprendido a medio torcer la cabeza; le sigue con paso firme Pancho Arana y cierra la marcha el fuerte mocetón que es Árbenz. En los tres pechos se adivina un fuerte palpitar. Les recibe un nutrido, largo, sincero palmoteo; vivas entusiastas, y adioses vehementes y pañuelos perfumados que se agitan en el aire para ellos.
¡Y pensar que si hubiesen perdido, ahora estarían muertos, sepultados en algún sitio ignorado, donde nadie les pudiera llevar una flor! Pero la patria no quiso así y Dios los protegió, para bien de Guatemala; y ahora el pueblo les aplaude. Así llegan hasta el alto sitial, donde ya está Miguel Prado Solares, presidente del Organismo Judicial y los dos Legislativos, García Granados y Galich. En el ambiente hay un aire de alegría, de solemnidad y de contento. Nadie teme nada; todas las murmuraciones se han olvidado y las bolas de los saboteadores han pasado al olvido. A los pocos instantes entra Juan José Arévalo, enfundado en un amplio levitón que hace más alto y más fornido… Le recibe un nutrido aplauso que se prolonga hasta que escala el alto sitial.
La entrada de Juan José es apoteótica y todos quisieran abalanzarse sobre él, para abrazarlo, para besarlo, para estrujarlo como a un salvador; pero el gesto terminante de su escudero Juan José Orozco y Posadas, hace detenerse a la multitud. Los fotógrafos fulminan a cada momento la trinchera donde hay seis presidencias reunidas: los triunviros (tres personas distintas y una sola presidencia, una sola voluntad, un fuerte compañerismo), el presidente electo y los de los cuerpos Constituyente y Legislativo. Preside Jorge García Granados, quien reanuda la sesión suprema. La Banda Marcial (que está por algún rincón de nuestra Cara parens) toca el Himno Nacional y toda la concurrencia, de pie, eleva la desarmonía de las voces. Poco a poco se va enderezando el descontrol, hasta que se termina con las notas maravillosas: ¡Guatemala, tu nombre inmortal…!
Jorge García Granados se pone de pie. Va a jurar la Constitución y a tomar el juramento de los diputados que la suscribieron y de los que asisten. De pie, el pueblo le secunda y como una ola, se ve levantarse a los asistentes. Lo hace Jorge con palabra sencilla pero terminante. Hace la pregunta a los que le rodean y por todos lados se escuchan la palabras “¡SI, JURAMOS!” Se oye un aplauso general, sincero, profundo, alejado de toda consigna y de toda sugestión. Después, el presidente, que se ha crecido considerablemente al ser momentáneamente la figura central en este acto inolvidable, pronuncia un discurso alusivo: es breve pero rotundo, claro, de una sinceridad y de una emoción que convencen. Este es, sin duda, el mejor discurso de García Granados y el que más adentro llega en el alma de los guatemaltecos. El pueblo le aplaude entusiasmado a cada período, porque es claro, comprensible y hondo. Finalmente se da lectura al decreto de clausura; y siendo aprobado, el presidente finaliza: “La Asamblea Nacional Constituyente declara clausuradas sus sesiones”, y pasa a ocupar el puesto el presidente de la Legislativa, el cual asume ahora la dirección de los actos.
Se da lectura al decreto de convocatoria a elecciones, de fecha 8 de diciembre de 1944. Al de la Legislativa que declara presidente electo a Juan José; y así que esto se hace, Jorge Toriello pronuncia su discurso de despedida. Su voz es fuerte, su expresión dura; pero sincera y categórica. Revela en su discurso el proceso de la administración del Triunvirato, desde la rebelión armada hasta este momento magnífico en que hacen entrega del Poder. Interpreta el sentir de sus compañeros y expone cuáles fueron siempre sus deseos y sus aspiraciones. No llenaron un programa general de renovación; pero sentaron los cimientos de la revolución completa y esperan que ella llegue a un final glorioso, sin titubeos, ni variaciones peligrosas. Toriello es interrumpido por los aplausos y vivas de que es objeto; aplausos y vivas que también se tributan a sus compañeros que permanecen inalterables en sus sitiales, bajo la mirada del pueblo que les agradece la libertad y su desinterés. Arana está emocionado, y cuando deposita en manos del Congreso la faja simbólica, se le ve positivamente presa de emoción. Árbenz está aparentemente imperturbable, bien que ensancha el pecho a cada momento, como en un intento de reprimir los sollozos. Y es que el acto es capaz ablandar hasta los insensibles pechos duros de los antiguos verdugos del pueblo. Arana hace uso de la palabra y su voz cálida y bien timbrada, llega a todos los oídos de los asistentes como una promesa de ventura.
Galich recoge la banda simbólica. Con mano trémula y mirada centellante la coloca terciada sobre el pecho de Juan José. (No podemos ni podremos decirle jamás “señor presidente”). Sus palabras al investirlo de la alta jerarquía de la patria, son de una emotividad y de una vehemencia sin límites. Juan José se coloca entonces al lado derecho de Galich, y Toriello pasa al sillón que deja aquel vacante. Se levanta y lee su discurso. No lo calificamos, porque ya lo conocerá de sobra el pueblo. Solo podemos decir que fue largo y aplaudido a cada párrafo. El cronista, personalmente, piensa que Juan José habría estado más a tono con uno de sus discursos improvisados; pero los rigores del protocolo le exigieron lo escrito, y esto, le restó aquella emoción que él sabe poner en cada uno de sus discursos. Esto no quiere decir que el de ahora sea inferior a los que le hemos oído; quiere decir, sencillamente, que los otros tuvieron más calor, más emoción, más fuego; quizá porque los escuchamos en momentos de lucha. Ahora escuchamos al Presidente de la República y no al candidato; es decir, a un hombre más armónico, más profundo, más dueño de lo que dice. Los aplausos del pueblo, son el testimonio de su admiración, de su alegría, y de su confianza en él.
En el ínterin, los abrazos menudean, Juan José ha abrazado a los tres hombres que alcanzaron la libertad; ellos, los tres, se abrazan entre sí, y el pueblo los abraza a todos juntos con un aplauso entusiasta. Luego se abrazan los cuatro y todos quisieran estrecharse en conjunto. Allí abajo, Juan José Orozco y Posadas abre los brazos y en un entusiasmo grandioso quisiera llevar el abrazo de todos hasta los presidentes de allá arriba, en su sitial de honor, están bajo el tornillo de la emoción.
Luego toca su turno a Galich. Es la palabra de la juventud, de la renovación, del anhelo supremo, de la regeneración del pueblo. Ya lo conocemos; ya lo conoce el pueblo y todos saben que Galich, como las alondras, todas las alboradas exprime su canción, como dice un poeta desconocido en nuestra patria, no obstante haber dejado el ombligo en las llanuras áridas de La Fragua.
Con este discurso, casi se cierra el acto. Pero ahora viene también algo muy importante: El mayor Arana electo no hace media hora Jefe General de las Fuerzas Armadas de la República, presta su interesante juramento. El pueblo lo aplaude. Así, salen investidos de dos interesantes cargos el doctor Juan José Arévalo, Presidente de la República, y el mayor Francisco J. Arana, Jefe de las Fuerzas Armadas.
El pueblo atruena todos los ámbitos del edificio, y en medio de una selva de abrazos, saludos y apretones de manos, salen todos. Los acordes de la marcha de honor se pierden en el rugir de tempestad que hay en la Cámara…